01 mayo 2012

RELATOS DE POSTGUERRA - 2




Poco después de la llegada de los primeros trenes de aprovisionamiento a Madrid, el Auxilio Social empezó a repartir raciones hasta que a mediados de abril el gobierno autorizó la venta libre de alimentos.

 Un mes después se impuso la cartilla de racionamiento y se creó la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes (Comisaría de Abastos) que se encargó de repartir los artículos. Los gobernadores civiles eran los  encargados de sellar las cartillas de racionamiento con la leyenda «cien gramos de…» y se les comenzó a denominar con el nombre de “Ciengramitos”.

El salvoconducto del hambre o cartilla de racionamiento consistía en un talonario formado por varios cupones, en los que se hacía constar la cantidad y el tipo de mercancía.
 Las había de primera, segunda y tercera categoría, en función del nivel social, el estado de salud y el tipo de trabajo del cabeza de familia, y además se subdividían en dos tipos: una para la carne y otra para lo demás.

Cada persona tenía derecho a la semana a 125 gramos de carne, 1/4 litro de aceite, 250 gramos de pan negro, 100 gramos de arroz, 100 gramos de lentejas rancias con bichos, un trozo de jabón y otros artículos de primera necesidad entre los que se incluía el tabaco. 

Pero una cosa era el derecho y otra lo que se podía adquirir realmente. Los productos que se entregaban eran básicamente garbanzos, boniatos, bacalao, aceite, azúcar y tocino.

 Rara vez se repartía carne, leche o huevos, que sólo se encontraban en el mercado negro. El pan, que era negro, porque el blanco era un artículo de lujo, quedó reducido a 150 ó 200 gramos por cartilla. 

A los niños se les daba además harina y leche y a los que habían pertenecido al ejército franquista se les añadía 250 gramos de pan. 

Los militares, guardias y curas tenían derecho a 350 gramos de pan blanco, por supuesto.