Poco después
de la llegada de los primeros trenes de aprovisionamiento a Madrid, el Auxilio
Social empezó a repartir raciones hasta que a mediados de abril el gobierno
autorizó la venta libre de alimentos.
Un mes después se impuso la cartilla de
racionamiento y se creó la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes
(Comisaría de Abastos) que se encargó de repartir los artículos. Los
gobernadores civiles eran los encargados de sellar las cartillas de
racionamiento con la leyenda «cien gramos de…» y se les comenzó a denominar
con el nombre de “Ciengramitos”.
El salvoconducto
del hambre o cartilla de racionamiento consistía en un talonario formado por
varios cupones, en los que se hacía constar la cantidad y el tipo de mercancía.
Las había de primera, segunda y tercera categoría, en función
del nivel social, el estado de salud y el tipo de trabajo del cabeza
de familia, y además se subdividían en dos tipos: una para la carne y otra
para lo demás.
Cada persona tenía derecho a la semana a 125 gramos de carne,
1/4 litro de aceite, 250 gramos de pan negro, 100 gramos de arroz, 100 gramos
de lentejas rancias con bichos, un trozo de jabón y otros artículos de primera
necesidad entre los que se incluía el tabaco.
Pero una cosa era el derecho y
otra lo que se podía adquirir realmente. Los productos que se entregaban
eran básicamente garbanzos, boniatos, bacalao, aceite, azúcar y tocino.
Rara
vez se repartía carne, leche o huevos, que sólo se encontraban en el mercado
negro. El pan, que era negro, porque el blanco era un artículo de lujo, quedó
reducido a 150 ó 200 gramos por cartilla.
A los niños se les daba además
harina y leche y a los que habían pertenecido al ejército franquista se les
añadía 250 gramos de pan.
Los militares, guardias y curas tenían derecho a
350 gramos de pan blanco, por supuesto.